Javier
Sampedro
El
trabajo que Science publica este jueves hace diana en el
epicentro de la más profunda cuestión en la estética literaria. ¿Por qué El
código Da Vinci de
Dan Brown puntúa menos que El americano impasible de Graham Greene en ese concurso para
ascender al parnaso? ¿En qué sentido es Arturo Pérez Reverte menos literario
que Javier Marías? ¿Por qué discutieron Carlos Ruiz Zafón y Antonio Muñoz
Molina? Pues bien, he aquí una respuesta: mirad al cerebro. Leer ficción
literaria recluta las áreas cerebrales implicadas en la emoción social: las que
distinguen una sonrisa sincera de una falsa, detectan si alguien se siente
incómodo o evalúan las necesidades emocionales de familiares y amigos. La
ficción popular (como las novelas de espías o de amor y lujo) no lo hace, y la
estantería de no ficción tampoco lo consigue.
Las lecturas literarias también son únicas en que estimulan la teoría
de la mente, la facultad de ponerse en la piel del otro. La razón,
según publican en Science los científicos de la Nueva Escuela de
Investigación Social en Nueva York, es que la alta literatura nos obliga a expandir
nuestro conocimiento de las vidas de otros, y a percibir el mundo desde varios
puntos de vista simultáneos.
Los resultados de los científicos de Nueva York ofrecen, seguramente por
primera vez en la historia de la crítica literaria, un criterio objetivo para
cuantificar “el valor de las artes y la literatura”, como dice su institución.
La Nueva Escuela de Investigación Social se fundó en 1919 con el espíritu de promover la
libertad académica, la tolerancia y la experimentación. Publicar una
investigación en Science es seguramente una culminación de ese
programa. Su trabajo muestra que “leer ficción literaria estimula un conjunto
de capacidades y procesos de pensamiento fundamentales para las relaciones
sociales complejas, y para las sociedades funcionales”.
El psicólogo Emanuele Castano y su estudiante de doctorado David Comer
Kidd han consultado a críticos e historiadores de la literatura para dividir el
espectro continuo y diverso de la expresión literaria en solo tres categorías:
ficción literaria, ficción popular y no-ficción.
Los voluntarios —siempre los hay en las investigaciones de psicología
experimental, y suelen ser estudiantes de psicología sedientos de créditos—
leyeron textos de esos tres géneros y se sometieron a todo tipo de mediciones
perpetradas por Kidd y Castano. Los psicólogos estaban interesados sobre todo
en su teoría de la mente, la habilidad de adivinar
los pensamientos de otros, sus intenciones y emociones más ocultas. Este
ejercicio de adivinación es algo que todos practicamos continuamente, de un
modo más o menos consciente, pero unas personas lo hacen mejor que otras.
Una de estas pruebas es leer la mente en los ojos. Los participantes
miran a fotografías de actores en blanco y negro y tienen que adivinar la
emoción que están expresando. ¿Fácil? Pues seguro que hay alguien que lo hace
mejor que usted. Otra prueba se llama el test de Yoni, y trata de
medir a la vez las habilidades de percepción cognitiva y emocional de los
voluntarios. “Hemos usado diversas medidas de la teoría de la mente”, dicen
Kidd y Castano, “para asegurarnos de que los efectos que vemos no son
específicos de un tipo de medida, y acumular evidencias convergentes para
nuestra hipótesis”.
En los cinco tipos de experimento, los psicólogos de Nueva York han
comprobado que los voluntarios que fueron asignados (al azar) a leer los textos
más literarios puntuaron más alto en las medidas de la teoría de la mente que
los que leyeron ficción popular o ensayo. Estos dos últimos géneros, por
cierto, puntuaron igual de mal en esas pruebas.
“A diferencia de la ficción popular”, concluyen los autores, “la ficción
literaria requiere una implicación intelectual y un pensamiento creativo de sus
lectores”. Así que ya lo saben: lean bien, queridos lectores.
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