Por: Guillermo Ruiz Plaza
A fines de octubre de este año tuve la suerte de conocer en Albi (antigua ciudad cátara, hoy capital de la región del Tarn, Francia) a la poeta boliviana Norah Zapata-Prill (1946). Generosa, Norah me regaló una antología de su obra titulada Capricho humano en versión bilingüe español/italiano, publicada en 2014 por ediciones Gattomerlino. De Norah no había leído más que los poemas seleccionados en la antología El aliento en las hojas (1998), para la cual Eduardo Mitre seleccionó poemas de los 4 libros publicados por ella hasta ese momento: De las estrellas y el silencio (1975), Géminis en invierno (1978), Fascinación del fuego (1985) y Diálogo en el acuario (1985). Dicho sea de paso, Eduardo Mitre y Norah Zapata-Prill pertenecen a la misma generación: poetas, a menudo polígrafos, nacidos en la década del 40. Grupo de escritores unidos paradójicamente por la dispersión geográfica y estética, razón por la cual esa generación dispersa funciona como una colectividad marcada por fuertes individualidades, algunas de las cuales se han convertido con el tiempo en ciudadanos del mundo. Así, por dar solo tres ejemplos, desde hace muchos años que Eduardo Mitre (1943) radica en Nueva York, Pedro Shimose (1940) en Madrid y Zapata-Prill en Lausanne, Suiza. Como confirmó Norah en una de las charlas que tuvimos, este exilio fue para algunos político, sobre todo al principio; pero en la mayoría de los casos, como en el suyo, cabe hablar de un exilio voluntario debido a razones de orden existencial. La experiencia del exilio marca buena parte de la poesía de Zapata-Prill; en esta nota propongo un acercamiento a esa experiencia a partir de Capricho humano, libro compuesto por una veintena de poemas, la mayoría inéditos en Bolivia.
Como evidencia Mitre en su valioso ensayo “La soledad del horizonte”, De las estrellas y el silencio y Géminis en invierno son dos poemarios antagónicos: en el primero predomina el tono elegíaco cuando en el segundo prevalece la celebración. En su obra prima, Zapata-Prill traduce un exilio interno a través de un yo poético desasosegado, cuya relación con el entorno resulta conflictiva debido a la pérdida del ser amado y de la propia identidad. En su segundo libro, la experiencia de la pérdida cede el paso a la celebración de la presencia: “Sí, por causa tuya / es más bello el paisaje”. En este libro, la poeta supera el tono desgarrado y el miedo a la pérdida, pero también la esperanza. De ahí que Géminis en invierno culmine en una despedida del ser amado y Fascinación del fuego con estos versos: “Arder / para hacerse olvido en la ceniza”. Como señala Mitre, en Zapata-Prill la pasión amorosa aparece como una transmutación cíclica: de la brasa a la llama y de ahí a la ceniza (del encuentro a la comunión y de ahí a la despedida o a la ruptura). Esta transmutación o viaje interno es todavía vigente en Capricho humano, libro en el que, además, se incorpora la experiencia del exilio territorial. Pero lejos del tono quejumbroso y nostálgico usual en las letras de exilio, aquí predominan las celebraciones, aunque eso sí, contenidas por la lucidez y cierta serenidad conquistadas gracias a la aceptación de la vida tal como es. Así, en uno de los poemas más intensos del libro, titulado “Emigrante”, leemos: “Partir / Saltar por encima del berro / Del trigal / De la olla // Partir sin confesar qué olvido se acopla a la memoria / Qué recuerdo oscurece el fuego // Partir dándole forma al viento”. Afirmación ritmada por la anáfora del verbo “partir”: escenificación de un deseo irreprimible. No hay denigración alguna del espacio natal; la necesidad del viaje, del movimiento, traducida por los encabalgamientos abruptos y el ritmo sincopado, toca al yo poético casi tanto como la pasión amorosa, el otro gran tema de Zapata-Prill. La recurrencia en esta poesía de la palabra “sed” traduce tanto el deseo amoroso como la necesidad del desplazamiento. De hecho, el amor aparece bajo la forma de un viaje. Dirigiéndose al ser amado, la poeta pide: “Viájame” (“Ruleta rusa y barco vikingo”). Esta sed simboliza un deseo insaciable, tanto en el plano amoroso como en el del exilio, una misma búsqueda sin fin de la identidad propia y de la del ser amado. Para utilizar una expresión de René Char, en Zapata-Prill alienta una “ceniza siempre inconclusa”. En palabras de nuestra poeta: “Reinventarse es retirar las cenizas del frío”.
La experiencia del exilio también puede resultar dolorosa. En “Raíces”, la poeta nos habla del retorno al terruño y el desencuentro con los suyos, que se han vuelto ajenos y que la sienten ajena: “Hoy / bajando hacia el mercado / los he visto // Nos une sólo un aire de familia? / Mi hermano dice que he cambiado / sin duda / sí / pero qué cambio justificaría el desamor? // Mi abuelo dice que desconozco la agonía / y por tanto / sé de dioses y adioses / de volcanes apagados en mis sienes // Por qué el dolor nos vuelve invisibles?” En la entrevista concedida a la traductora italiana Piera Mattei, Norah afirma que partir al extranjero es en cierta forma morir, pero también hacer morir a quienes se quedan sin nosotros. Vemos cómo la experiencia del exilio, en Zapata-Prill, está signada por la lucidez antes que por la complacencia. Lejos de la univocidad estéril, en Capricho humano pactan el amor a los orígenes (“Después de todo / Las raíces son insaciables”) y la pasión del movimiento. “Reencuentro” celebra el hallazgo de viejos y queridos libros: “Aquí están / Aún de pie / Arrimados los unos a los otros los viejos libros de mis primeras letras” y después: “El aroma ha cambiado / Ya no es el de la lluvia sobre grietas vírgenes / Sino el de árboles que han resistido al invierno de muchas estaciones”. Pero el poema no se complace en la nostalgia, sino que desemboca en la necesidad y la promesa de nuevas páginas, “desgajadas” de la mano que escribe: “Así como los árboles sin piedad por sí mismos voy a dejar / a la hojarasca mis manos // Mis hojeadores dedos / Sus ataduras / Mis pies y la hierba y el camino // Que todo sea por un grano / Un nuevo brote / Un nuevo libro”. El “reencuentro” se convierte en movimiento; la irrupción del pasado sigue “dándole forma al viento”, al avanzar ineludible y gozoso del tiempo en sus manifestaciones naturales y culturales. No es anodino que en estas últimas líneas del poema las palabras “camino” y “libro” se enlacen gracias a una rima asonante: también el libro (lectura y escritura) es un viaje, también el libro –lo que permanece– es movimiento. La energía vital y la voluntad poética aparecen plasmadas en esos “hojeadores dedos”: dedos que sucesivamente hojean libros, “leen” el camino y se “deshojan” en nuevos poemas. Esta convergencia afirmativa se da igualmente en una de las piezas más admirables del libro, “A los cactos de Oruro”:
Me siento al lado de los cactos
Sus espinas me tocan sin querer herirme
Y por mi espalda se deslizan sus labios hechos tuna
Como diciéndome
Yo te he querido como a nadie
Orfandad de la puna
En un gesto de ofrenda
Los pétalos de la ulala caen
Y el viento canta aromas
El tiempo se eterniza
Es mío el cielo
Entonces
Sé que no hay amor más grande que el seguir amando
A pesar de la espina y sus espinas.
Norah nació en Cochabamba, pero a los 8 años se mudó a La Paz, donde vivió más de 20 hasta su partida a Europa. Como confiesa en la entrevista concedida a Piera Mattei, “el paso del valle rico en fauna y en flora a la austeridad del altiplano” marcó su visión de la existencia. A las antípodas de “Raíces”, en que se escenifica un regreso doloroso y conflictivo al país de origen, aquí la experiencia mística en la puna sella la reconciliación de la poeta con el paisaje que marcó el fin de la niñez y la inocencia. Como especifican los versos finales de “Ruleta rusa y barco vikingo”: “La inocencia es culpable cuando implora que las cosas / no sean lo que las cosas Son.” (“Son”, así, con mayúscula). No solo leemos una aceptación sino una afirmación profunda de la vida a pesar del tiempo y sus muertes, del deseo inacabable y su sed abrasadora que nos obliga levantarnos, una y otra vez, de nuestras propias cenizas. En Zapata-Prill, el mundo es un movimiento perpetuo, “un monstruo de energía” (Nietzsche) que solo se afirma a sí mismo, donde aun los muertos, “los olvidados”, se mueven con avidez: “Errantes persiguen la sed y el hambre a tropezones / Se agrupan / Se reparten la lluvia cuando llueve / Se reparten la luna cuando hay luna”. Perseguir la sed: no solo aceptar, sino desear el deseo. ¿No escribió Nietzsche que, “En última instancia, lo que amamos es nuestro deseo, no lo deseado”? Como en Lucrecio –y esto lo apunta Mitre en su ensayo–, el deseo es cifra del universo de Zapata-Prill. El deseo como motor inacabable. En el poema irónicamente titulado “Final”, se escenifica el regreso de Lázaro entre los vivos. Oponiéndose a la línea poética y narrativa que hace de Lázaro un desdichado por haber sido resucitado contra su voluntad, aquí el personaje bíblico, lejos de compadecerse o de complacerse, enuncia una ética digna del “Sísifo feliz” de Camus: “Yo / Lázaro / Renuncio a confiar a los ojos de la nada / El azul que alumbra todavía en este misterio que es la sombra mía”. Afirmar el misterio y el milagro de la vida, y permanecer de pie en la adversidad, eso es “reinventarse”. Como el Sísifo camusiano, el Lázaro deseoso y afirmativo de Zapata-Prill cristaliza la ética de toda una obra; como en Camus, aferrarnos al amor y a la lucidez es lo único que puede salvarnos del nihilismo y el absurdo, y llevarnos, por qué no, a la cima del día. Pero esto implica prescindir conscientemente del gran salto hacia la trascendencia que anularía la tensión incesante de la que habla Camus y que, además de fuente de dicha, puede ser raíz de angustias legítimas.
Así, a pesar del predominio del tono celebratorio, el sujeto de la poesía de Zapata-Prill no esconde tensiones internas: “Con un dolor despierto en mi corteza / Fui quemadura / Rotura / Quebradura / Fisura”. También momentos estremecedores que nos recuerdan lo insignificante de nuestra existencia: “Era sólo un punto perdido en el universo / Hasta que un día me atreví a reírme de mí mismo”. Estas líneas valorizan la ligereza y el humor, dos rasgos que no contradicen sino que confirman la lucidez del sujeto; rasgos que, además, contribuyen a la aceptación sin ambages de la condición humana. No solo afirma, sino que “ama” la finitud del amor: “Amo los árboles que se dejan recorrer por la luna / Sin esperanza alguna” (El beso de la luna). Y elogia las marcas de la vejez: “Sé que la calvicie no es un defecto de los años / que las canas tienen su propia lámpara” (“Raíces”). En este sentido, hay una conciencia casi gozosa de nuestro carácter pasajero, plasmada de forma magistral en “Las manchas”, poema dedicado, de forma elocuente, a la hija de la poeta:
Las manchas que yo llevo
Que tú ves
No están sucias
Son la sombra
Nada más que la sombra
De
Nubes pasajeras.
No hay impureza alguna en la vejez. Todo forma parte de una danza universal donde el único error es la inocencia culpable. Entonces no queda más que agradecer lo que nos define: la sed insaciable, la vejez, la muerte y, como en Borges, agradecer el olvido. Pero ante todo, en Zapata-Prill, se trata de agradecer el amor, ese “dolor / Preso / Entre el ser y la nada”. De ahí que un cántico contenido cierre Capricho humano, tomado de Géminis en invierno, como para cerrar un largo ciclo:
Gracias
Por la nieve pura de tus manos
Que emblanquece
Mi cuerpo
Gracias
Por inflamar mis labios
Y ponerte
Tan cerca de mi sed
Gracias por esta vida
Que me posee
Como una lámpara a la sombra.
Como una lámpara a la sombra, esta poesía no niega la oscuridad, sino que la hace suya; poseyéndola, nos ilumina. ¿No es la función de la poesía la de iluminarnos, ayudarnos a sobrevivir espiritualmente en este mundo materialista y violento? Si ya en Géminis en invierno predomina el tono celebratorio, esta tendencia se confirma de forma significativa en Capricho humano, incorporando una lúcida tensión que, como vimos, no hace más que intensificar la lectura, la vivencia de este libro. La lucidez aquí consiste en saber que todo tiene fin, excepto el deseo. Y en aprender a amar y a admirar esa dinámica entre finitud e infinitud que, según otros autores, es precisamente lo que nos hace desdichados. Sin hermetismo gratuito, calibrando el misterio y el encanto de las imágenes, con un ritmo original –ora conciso, ora de largo aliento–, Norah Zapata-Prill logra no pocas veces suscitar la emoción. Y esto es lo que, según Pound, los poetas deben buscar ante todo. Es una lástima que, por ahora, la obra de esta poeta boliviana radicada en Suiza esté prácticamente (si no totalmente) ausente en las librerías nacionales. Solo queda esperar que, al menos para empezar, una antología del conjunto de su obra (libros inéditos incluidos) salga a la luz en Bolivia, sellando el regreso de una de las voces más valiosas de nuestra poesía contemporánea.
Fuente: La Ramona