Por: Adolfo Cáceres Romero
La raíz de ruptura está en el verbo romper. Romper implica terminar una relación de continuidad; sólo que en literatura esa continuidad, de alguna manera, se mantiene. Es lo que percibió Vargas Llosa en “Los Fundadores del alba” (1969), novela de Renato Prada, como reminiscencia del romanticismo en un corpus de técnica joyceana, con cruce de planos y flas back.
Desde luego que las rupturas que se dan en la narrativa boliviana no pueden dejar de ser literarias, a no ser que se pretenda enfocarlas desde el campo político, social, antropológico, lingüístico, etc.; de ahí que el propósito de los auspiciadores del Sexto Foro de Escritores Bolivianos, que se desarrolló en el Centro Cultural y Pedagógico Simón I. Patiño, el pasado mes de agosto, remarca su carácter literario. Al respecto es importante destacar la labor del mencionado Centro. Su esfuerzo es enorme y encomiable, para congregarnos, una vez más, frente a nuestros valores literarios. Hablo de los valores de la literatura boliviana todavía no calificada como debieran ser, por la ausencia de críticos de oficio y nivel aceptable. Estamos acostumbrados a llamar críticos a los estudiosos de las letras, sean bolivianas o no, pero ese es otro problema que enfocaremos en otro momento. Por lo pronto bástenos señalar que los críticos organizan, orientan y destacan el desarrollo de las letras de un país, como lo han hecho Mijail Bajtín, en Rusia, y Walter Benjamín, en Alemania. En Bolivia nadie ha alcanzado la proporción de esos maestros; sin embargo, es encomiable la labor deCarlos Medinaceli (1998-1949), en la primera mitad del siglo XX, y de Roberto Prudencio (1908-1975), que ha analizado las obras hasta los primeros años de la década del 70, habida cuenta del año de su muerte y que recién sus comentarios críticos fueron reunidos en volumen a fines del siglo XX, póstumamente; ocurriendo algo similar con Carlos Medinaceli, dado que las obras de crítica que continúan a “Estudios críticos” (1938) recién fueron apareciendo entre 1955 (“Páginas de vida”) y 1975 (“La reivindicación de la cultura boliviana”). Pero volvamos al tema de las rupturas.
Primero, una ruptura —clara y precisa— en la narrativa boliviana del siglo XX, la encontramos en la transición del romanticismo al realismo. Los románticos continuaban narrando hasta antes de la Guerra del Chaco. Rosendo Villalobos (1859-1940), uno de sus máximos representantes, se mantuvo activo hasta el final de su vida. Su cuento “Sor Natalia”, apareció en una antología del cuento hispanoamericano, en Madrid, en 1948. En 1928, Adela Zamudio (1854-1928) fue coronada por el gobierno de Siles, como la máxima figura de las letras bolivianas, en 1926; en 1913 había publicado su novela “Intimas”; sus cuentos andaban dispersos en periódicos y revistas, hasta que fueron reunidos en dos volúmenes: “Cuentos Breves” y “Novelas cortas”, en 1943. Con Arturo Oblitas (1873-1921), ocurrió algo parecido. Su novela “Marina”, salió en 1907; luego, sus cuentos y esa misma novela fueron reunidos en un solo volumen, con el título de “Obras”, en 1972. Adela Quintanilla (1886-1935), amiga de Adela Zamudio, no pudo ver publicada su novela “Entre el amor y el deber”, que recién salió el año 2000. El romanticismo no murió y se halla presente en muchos poetas y narradores de hoy. Conste que hablamos de los narradores considerados esencialmente realistas.
Momentos del realismo
El realismo ingresó en Bolivia a comienzos del siglo XX, concretamente en 1904, con “Wata Wara”, como atisbo indigenista del joven Alcides Arguedas (1879-1946), que ese entonces tenía 25 años. Leonardo García Pabón, en el VI Foro de Escritores Bolivianos, centró su estudio en “Wata Wara” y no en “Raza de Bronce” (1919), que es la misma novela ampliada y corregida; desde luego que García Pabón también reconoció que es “Vida Criolla” (1905), novela del mismo Arguedas, donde se muestra, por primera vez, los rasgos propiamente realistas; asimismo, como reza el subtítulo, esta es “la novela de la ciudad”, en este caso de La Paz; obra que no sólo “alza el velo rosado con que nuestra fantasía cubre las llagas que corroen el cuerpo social (de esa ciudad)”, como expresa Julio César Valdez, en el prólogo de esa primera edición, sino la caída de una clase social que buscaba, en la política, un estatus histórico, que se frustró por la falacia de sus argumentos. Según Cachín Antezana, la novela urbana se consolida en 1979, con “Felipe Delgado”, de Jaime Sáenz. Al respecto cabe aclarar que podemos integrar la visión de La Paz con varias novelas, especialmente con“American Visa” (1994), de Juan de Recacochea; “Periférica Blvd (2004), de Adolfo Cárdenas; “Borracho estaba pero me acuerdo” (2002), de Víctor Hugo Viscarra, y también con muchos de los cuentos de Marcela Serrano.
Cabe aclarar que la narrativa realista tiene varias rupturas, según sus aristas, por cuanto no solo se concreta a mostrar la fisonomía de unos personajes y su entorno social o político, como ocurre tanto con el realismo costumbrista como con el tradicional. Es, también, la lucha del hombre confrontado a un medio hostil. Muchas veces tal lucha se da consigo mismo, como ocurre con el realismo psicológico; en fin, esos quiebres o rupturas, para muchos estudiosos y expertos de la literatura boliviana pasaron desapercibidos, inclusive las rupturas técnicas, que abandonan la narrativa lineal y cronológica, variando la esencia de su estructura. En 1937, con “El Occiso”, libro de cuentos de María Virginia Estenssoro (1902-1970), se da una ruptura significativa que, nadie, sino Saturnino Rodrigo, la advirtió; al punto de que los entendidos de hoy, la ignoran y consideran que el innovador de ese realismo, esOscar Cerruto (1912-1981), con “Cerco de penumbras” (1958), libro de cuentos. En cuanto a la novela, David S. Villazón (1910-¿1989?), publicó, en 1939, “Rodolfo el descreído”, sin que nadie más que su prologuista, Enrique Baldivieso, advirtiera que se trataba de un autor cuya originalidad era su sello o “título” característico, para reírse de sí mismo y de sus posibles críticos (que desde luego jamás existieron), llevando la temática de su novela a las trincheras de la Guerra del Chaco, con un humorismo nunca visto en la narrativa boliviana. El innovador, para Cachín Antezana y los llamados “críticos” modernos, es Marcelo Quiroga Santa Cruz (1931-1980), con “Los deshabitados” (1959). Habituados a ese mito, en el VI Foro prácticamente se ignoró la técnica del nuevo realismo, que implica una ruptura formal, pero, en fin, quedaron para otra oportunidad las aristas del realismo mágico, del hiperrealismo y del realismo sucio, que continúan vigentes. Desde luego que valió la pena motivar, no sólo a los 7 expertos que convocó el Centro Patiño, sino al público asistente, ávido de conocer más sobre nuestra literatura.
El VI Foro fue cerrado con la presencia del historiador, periodista y expresidente de la republica, Carlos Mesa Gisbert, que logró complacer a su auditorio, brindándole mayores luces sobre la hora actual de la narrativa boliviana, inclusive explayándose con un análisis crítico sobre la última novela de Wilmer Urrelo, “Hablar con los perros”(2011), que salió en “Puntos de vista”, del diario “Los Tiempos” (domingo 25 de agosto), con el título de “Urrelo y su perro loco”.
¡Ah!, no podemos olvidarnos de la narrativa femenina, aunque, a esta altura de nuestra vida literatura, me suena raro y arcaico que haya tal distinción. Concibo la literatura como un arte único, sin distinción de clase ni de género, pero en el VI Foro se dio este espacio, gracias a Dios no como una ruptura, a cargo de un experto en la narrativa escrita exclusivamente por mujeres; Willy Muñoz, que además se muestra como reivindicacionista, a partir de su premisa se halla fuera de foco, al decir: “El hecho que la mujer boliviana escriba es ya un acto revolucionario”. No hay tal “acto revolucionario”, por cuanto se trata de un acto natural, tan natural como el de cualquier ser humano, sea varón o mujer. La mujer siempre ha dado muestras de su talento literario, hasta tenemos un clásico universal en la figura de Jane Austen (1775-1817), que a los 21 años nos sorprende con su novela “Orgullo y Prejuicio” (1813), considerada como una de las cuatro o cinco mejores novelas del mundo. Lo revolucionario está en la actitud con la que Adela Zamudio, por ejemplo, enfrentó a la sociedad de su tiempo para hacer valer sus derechos como persona. Admiro a Virginia Woolf y su obra me sirve de modelo. El hecho de que nadie se hubiera dado cuenta de que era merecedora del Premio Nobel, en su tiempo, y que si lo hubieran otorgado a otros escritores que ya pasaron al olvido, es porque todavía se presentan intelectuales que piensan que la mujer es un ser incapaz de competir con el hombre. Ingenuamente, con su galería de mujeres narradoras, Muñoz Cadima nos está ofreciendo un gueto, cuando de una vez la mujer debería ser integrada a las letras nacionales simplemente siendo distinguida y caracterizada por su talento creador.
Fuente: Los Tiempos
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